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Deporte y felicidad
Por Paolo Crepaz
Cualquier actividad motriz, de mayor o menor nivel de competición, es una metáfora de la vida, un descubrimiento de sí mismo, de los propios límites y talentos.
Al observar las miserias y contradicciones de los deportes de alta competición (la victoria a cualquier precio, la cultura de la falta de límites, el doping, la trampa, el agonismo furioso y precoz, el fanatismo, la violencia y mucho más) es preciso replantear su valor educativo y social. Y se ha convertido, según algunos, en “opio del pueblo”, pan y circo, circo sin pan.
El filósofo Robert Redeker afirma: “El deporte es completamente ajeno a los valores que ostenta, es la negación más absoluta. Ilusión de civilidad: el deporte es ilusión de humanidad”. Y aun así, “si uno puede drogarse de cosas buenas… una de ellas es, ciertamente, el deporte”, asevera Alessandro Zanardi, medallista paralímpico en los Juegos de Río de Janeiro 2016. Confiar en uno mismo, en los otros, en el ambiente; descubrir y mejorar las propias capacidades; medirse con los propios límites para superarlos o para hacer las paces con ellos; aspirar a un resultado absoluto o marcar un record personal; divertirse, hasta hacerlo propio, de modo libre, independiente, incierto, improductivo, regulado, ficticio; disfrutar la dinámica del equipo… Todo esto y mucho más es, todavía hoy, el sentido del juego y del deporte. Y todo esto conlleva un sorprendente e inesperado efecto colateral: la felicidad.
“¿Buscan a los niños? –preguntaba don Bosco a sus docentes–. ¡Arrojen al aire una pelota y verán cuántos se acercan antes de que llegue a tocar el suelo!”. La actividad más natural e instintiva que existe, hecha de correr, saltar, lanzar, es decir, la actividad lúdica, motriz y deportiva, no solo nos hace más fuertes y más sanos: nos hace felices, enciende en nosotros algo misterioso y gratifica nuestra naturaleza más profunda. Y nos hace sentir libres. Libres para expresar aquella locura que convierte al hombre en niño por un rato, como el campeón del afiche pegado en la pared.
Y el camino de quien quiere conocerse a sí mismo, su propio talento y sus propios límites, de quien quiere confrontarse con la naturaleza y con los demás, posee un sabor particular, ya sea para quien consigue que le paguen por divertirse practicando un deporte, sea para quien da sus primeros pasos en la disciplina que ha empezado a amar.
La aventura comienza con el cultivo de un deseo. Y luego es cansancio, sudor, horas y horas de entrenamiento, perfeccionamiento obsesivo del gesto técnico, fracasos, infortunios, imprevistos, cuidado extremo del estilo de vida a partir de la alimentación y el descanso. Bien decía Galeano, el gran escritor uruguayo: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. En el juego, como en la actividad motriz y deportiva, perseguimos una utopía que tiene justamente este objetivo: hacernos caminar, avanzar, comprender la belleza y la utilidad de lo inútil, el valor inestimable de los bienes inmateriales y relacionales de los cuales tenemos una necesidad insaciable, una vez que hemos satisfecho las necesidades materiales.
Para los griegos la felicidad era siempre consecuencia de una práctica virtuosa, de la sabiduría y del amor por la verdad. Coincide con la capacidad que tienen los hombres de llevar la propia existencia a la realización y la plenitud. No es algo que “sucede” de manera ocasional y fugaz, sino el fruto de un arte, de la habilidad y la pericia para enfrentar y sortear las dificultades. “Para ser felices –escribe el filósofo Salvatore Natoli– hace falta de alguna manera convertirse en virtuosos de la existencia, pero según el modo como se define virtuoso un gran pianista, un acróbata y, en general, todos aquellos que, como consecuencia de una larga práctica, saben convertir en fácil lo difícil –o por lo menos logran que parezca que es así–, que saben transformar la dificultad en estímulo, que saben cambiar el cansancio en belleza, en obra de arte”.
El deporte, lo sabemos, se define como una escuela de vida, es un juego que educa para la vida. “La vida es mucho más que un juego y jugar es un buen modo, divertido y apasionante, para aprender a vivirla en serio”, escribieron los rugbiers Mirco y Mauro Bergamasco. El deporte bien practicado, bien dirigido, es una escuela de vida porque se tiene la posibilidad de ser, en el juego, aquello que se desea ser fuera de él. No se trata de tener que elegir entre la humildad y el coraje, porque estas virtudes representan las dos caras de una misma medalla: saber desafiar con coraje nuestras debilidades, aceptando con humildad nuestra fragilidad. Ya que, si bien es cierto que al probarnos podemos descubrir que somos mejores de lo que imaginábamos, también es cierto que jamás seremos exactamente como quisiéramos ser. Y esto, hacer las paces con nosotros mismos es, tal vez, el desafío más arduo, pero también el más apasionante.
Frente a los desbordes evidentes, ¿se puede afirmar que la dimensión agonística, que el deporte de hoy pareciera exaltar otra medida, sea verdaderamente positiva en términos educativos y sociales? Existen dos perspectivas acerca del concepto de competición: una basada en la lógica de la victoria a cualquier precio, según la cual el que llega en segundo lugar es considerado como el primero de los perdedores; la otra, que considera la competición a partir del concepto de intercambio y confrontación recíprocos.
Cum-petere es lo que quisiera aquel que, al acercarse al campo de deportes, pregunta: “¿Puedo jugar contigo?”. El valor de la competición se desarrolla a partir del proceso, del deseo de un intercambio. La competencia no es ni buena ni mala: cuenta la intencionalidad de la experiencia, además del sentido que se da a la competición. ¿Cómo gestionarla para que se convierta en una experiencia educativa?
El presupuesto de la competencia y la disponibilidad recíprocas para participar (el axioma que dice “lo importante es participar”, del barón Pierre De Coubertin, adquiere aquí su sentido más verdadero): el valor del cum-petere se encuentra en la disponibilidad para compartir, para meterse en el juego, en la disposición para ganar o perder.
Lo recuerda el papa Francisco en su encuentro con los chicos en el fútbol, dirigiéndose a los adultos y en particular a los entrenadores: “Alguien dijo que caminaba en puntas de pie sobre el campo para no pisotear los sueños sagrados de los niños. Les pido que no transformen el sueño de sus niños en ilusiones fáciles destinadas a chocarse muy pronto con los límites de la realidad; a no sojuzgar sus vidas con formas de chantaje que bloquean su libertad y su fantasía; a no enseñarles atajos que solo llevan a perderse en el laberinto de la vida. ¡En cambio, ustedes siempre podrán ser cómplices de la sonrisa de sus atletas!”.
Fuente: Città Nuova n. 12/2019, traducido por Lorena Clara Klappenbach, y re-publicado en la edición Nº 616 de la revista Ciudad Nueva.
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