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El camino de la vida y la cultura de la fraternidad
Adriana Cosseddeu, docente de derecho penal de la universidad de Sassari y responsable de “Comunión y Derecho”, red internacional de juristas, con el siguiente texto, nos ayuda a penetrar en las temáticas de la Semana Mundo Unido 2020 (justicia, legalidad, derechos humanos, paz) y a profundizarlas, para tener plena conciencia de nuestro actuar para construir un mundo unido en esta sociedad que enfrenta la pandemia de Covid-19.
Día a día, el mapa mundial se tiñe siempre más de rojo para indicar un peligro que avanza, una amenaza que despierta el miedo con el difundirse del “virus” (COVID-19), invisible y poco conocido, que nos contagia y nos angustia.
Es un escenario en el que la globalización, generada con su lógica del aprovechamiento de las leyes del mercado y las finanzas, parece quedar en segundo plano, mientras la humanidad, del norte al sur del mundo, en este tiempo adquiere su valor más auténtico: no un sujeto, indeterminado, escrito en papeles o en tratados, sino rostros de personas, entornos de historias personales y familiares. Habla de un sufrimiento que nos concierne a todos y nos acompaña, en el que están bienes que no se venden ni se compran: ni el tiempo, ni la gratuidad de quien se gasta por los demás. Vulnerabilidad y fragilidad se nos devuelven a la nuestra humanidad, más allá de la edad, jóvenes y ancianos, de toda condición social, humildes y potentes, ciudadanos y gobernantes.
Sin embargo, esto no puede ser un tipo de igualdad entre todos; más bien es la confirmación de igual dignidad, propia de la humanidad de cada uno, sin atribuciones ni preferencias, sin descartes ni exclusiones. En la pandemia, que nos involucra a todos, la humanidad nos pone delante del tema de la vida, primero entre los derechos humanos inviolables y, fuente de ellos, aquel derecho en el que el drama del sufrimiento pone al desnudo también las innumerables injusticias.
Justicia
Observemos la realidad, como se nos ofrece en este tiempo. La intervención de asistencia y cuidado de la salud está reservada a muchos; los hospitales se convierten en lugar de acogida y testimonian el compromiso y dedicación, pero no para todos. Entre éstos, “últimos”, están los “sin techo”, de los que los noticieros muestran en una gran ciudad como Las Vegas, un lugar reservado para ellos: cada uno en un lugar de estacionamiento, trazado en el asfalto, a cielo abierto, para respetar la distancia prevista para evitar el contagio. Una seguridad que impone la “regla” y, ciertamente nadie quiere cancelar el deber de la norma. Pero también debe adoptarse una prospectiva también “más allá” de la regla para hacer de la ley, el lugar de la justicia. Es el anhelo que está siempre presente en la historia de la humanidad: se hace espera en el grito de los pobres, pregunta quiénes han sufrido una ofensa, exigencia en la calidad de las normas jurídicas que regulan la convivencia, investigación en las prácticas de resolución de los conflictos y tutela de los derechos. De la definición de justicia dependen valores, principios y reglas, comportamientos y paz social dependen de la práctica de la justicia.
Pero hay otra narrativa que, paralelamente acompaña la historia de la humanidad: es la de la historia bíblica del pacto de Dios con el hombre, de la conocida referencia a Caín, después del asesinato de Abel, “¿Dónde está tu hermano?”. Y a la respuesta de Caín, “¿Acaso yo soy guardia de mi hermano?” Parece que, en nuestro tiempo hace eco a lo que Jürgen Habermas afirma sobre la justicia: “entendida en sentido universalista exige que cada uno sea responsable del otro[1]”. Por tanto, la base debe buscarse siempre en la persona, en la dignidad constitutiva de la identidad de cada persona.
Legalidad
Y este es el trasfondo capaz de enriquecer la misma legalidad en su significado más auténtico, para que las leyes sean aplicadas imparcialmente, sin olvidos, ni favores, en el reconocimiento de la igual dignidad. En la lectura del jurista Piero Calamandrei, la legalidad llega a ser explica con un mandato: “No hacer a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros mismos”, hasta “sentir en la suerte de los otros nuestra propia suerte[2]”.
Hoy, cuando la globalización, creando nuevas desigualdades, no ha podido unir, sino generar una indiferencia con innumerables injusticias, es precisamente el sufrimiento inesperado lo que nos hace encontrar al otro, su rostro, su necesidad de ayuda, la necesidad de un gesto, aun pequeño, pero que exprese un amor capaz de llenar un vacío que de otra forma sería insuperable. Lo narran las muchas vidas que se apagan sin tener un familiar cerca, sino tal vez con la presencia de una enfermera que con su celular permite que una abuela salude a sus familiares, para que le dé un último consuelo y llene una soledad dramática. Vidas escondidas se convierten en titulares de las portadas de los periódicos.
Así la humanidad herida recompone desde la base su red de relaciones, para establecer nuevos nudos, entretejidos por el dolor, justo aquello que no quisiéramos experimentar nunca en nuestra vida. Ahora nos atrapa inesperadamente, pero hace caer condicionamientos y prejuicios, apariencias y estereotipos, para ponernos en contacto los unos con los otros y restablecer relaciones que de alguna manera se habían perdido.
Derechos humanos
Entonces, la pregunta: “¿puede ser mi prójimo, puede ser mi hermano aquel que no elijo, que no admito (…); aquel que no vive en mi mismo espacio (…); aquel que no piensa como yo? [3] – esa pregunta nos encuentra impreparados en una especie de resignación o de replegamiento, porque hoy casi inconscientemente una fraternidad escondida, mueve nuestras acciones. La libertad, que tiende a ser un derecho fundamental de defensa para proteger la individualidad, sin ninguna deuda con el otro, se muestra capaz de ser don en esa parte que estoy dispuesto a perder para defender la salud, el derecho de todos. La igualdad, medida a menudo sobre las prerrogativas reclamadas para uno mismo olvidándose del otro, también encuentra en la fraternidad un principio vivo: se hace modalidad en el actuar, en quien también por un anciano solo, se hace compañía y asistencia, olvidándose de sí.
Por tanto, lo redescubrimos como un principio que cobra vida en un nuevo tejido relacional: en el “vinculo”, para reconocer o generar en esa situación de abandono donde falta la relación; en el “puente” simbólico o real, pero necesario para unir o recorrer la distancia entre sujetos, ciudadanos e instituciones distantes; transforma los “contactos” en “relaciones”.
En un tiempo fuerte para la historia de la humanidad, la solidaridad reconocida hoy en el Preámbulo de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea como «valor universal», y la fraternidad denominada “estilo de actuación” en el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), emerge en la vida cotidiana. Casi con sorpresa, vemos algunas señales también en la relación de colaboración entre los Estados; que se convierten en elementos de una cultura capaz de recomponer las fracturas de lo que se puede compartir en la proximidad, viviendo hombre junto a hombre. Se descubre ahí donde el dolor del presente, estrecha los nudos que nos unen en una fraternidad redescubierta en la comunidad.
¿Cómo leerlo ahora? En esa restricción a la libertad personal se esconde mi compromiso a respetar para generar relaciones cuidadosas con los demás, que no conozco, pero que junto conmigo son parte de la comunidad. Se manifiesta en la creatividad de la variedad de formas que nos animan a permanecer en las propias casas, siendo protagonistas activos de un camino de curación. Se ve en la sonrisa detrás del tapabocas, se hace don ahí donde nuestra responsabilidad es capaz de crear el espacio en el que el otro pueda reencontrarse más allá de la humanidad herida. Cambiando el lenguaje; significará, hacernos respuesta de amor para el otro, y muchos eventos, hoy lo atestiguan.
Pero, somos conscientes que la realidad no termina aquí: en muchas partes del mundo la violencia se perpetúa, y los olvidados permanecen al margen, invisibles para la mayoría, víctimas de los derechos negados. A la ONU, en su intervención del 28 de mayo de 1997, Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, pronunció palabras que hoy redescubrimos. «Delante de las guerras y a las numerosas justificaciones que siempre se encuentran para generarlas; es necesario “un suplemento”, radicado en el valor del amor, ya que el futuro del mundo, (…) y su capacidad de progresar, de encontrar soluciones a los conflictos, a sus crisis, depende únicamente de la toma de conciencia de los individuos y del compromiso de las personas»[4].
Por otro lado, se lee en el Prefacio de la Constitución de la UNESCO, que entró en vigor en 1946: «Puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz».
Construir la paz
Son muchos los pasos que quedan por realizar, y nos lo recuerdan también las palabras escritas por Martin Luther King en su carta desde la Cárcel de Birmingham (16 de abril de 1963), donde se hace portavoz de «una paz sustancial y positiva, en la que todos los hombres respeten la dignidad y el valor de la persona humana».
Pensamos hoy en el drama de las cárceles: los detenidos, por aislamiento de los familiares y el miedo del contagio, que se rebelan hasta gritar desde los techos su condición. No falta el riesgo para los trabajadores, expuestos a la pérdida del trabajo o a un trabajo sin garantías y a “cualquier precio”. La paz no es ausencia de guerra o conflictos, se construye creando las condiciones para dar vida a relaciones justas, en el respeto del otro que sabe hacerse también escucha, y en el diálogo ofrece reconocimiento y acogida.
La globalización cambia su escenario: no la producción y el intercambio en todas partes, en la lógica de ganancias y consumo, sino el espacio en el que el algo más de la participación y de la corresponsabilidad pide decidirse por nuevos pasos que en sus disposiciones lleguen a cambiar las reglas. En estos días comienza a crecer el problema de reiniciar el trabajo y la economía. Pero ese rostro del otro – tan querido para Emmanuel Lévinas- que en este tiempo hemos reencontrado, nos recuerda que los mismos artículos 23 y 25 de la Declaración de los Derechos Humanos indican los derechos esenciales: derecho al trabajo, a un nivel de vida que garantice la salud, al igual que el derecho a la alimentación, al vestido, a la habitación, cuidados médicos y servicios sociales. Todos derechos que esperan efectividad, pero que carecen de un marco más amplio hoy, que incluso el artículo 29, párrafo 1 de la misma Declaración Universal contempla, pidiendo a cada uno los «deberes hacia la comunidad».
Por tanto, un entretejido que nos lleva a un paradigma que no ha tramontado nunca: el bien común, que no se establece como un límite para el ejercicio de los derechos, sino como una regla en el ejercicio del poder. «El bien común -está escrito- (…) no es un hecho preestablecido contra el cual los derechos están destinados a ser infringidos (…); en cambio es un criterio normativo de acción y un trasfondo valioso en el que los derechos humanos son parte integrante. Además, al igual que los derechos, es un criterio regulador con respecto al uso del poder político: lo justifica, garantiza su ejercicio en forma legítima y no arbitraria[5]».
Por una cultura de la fraternidad
En este tiempo, que ha puesto al desnudo nuestro ser “simplemente” personas humanas, en cualquier condición, por nuestra común humanidad, nos hemos encontrado capaces de llegar a sentir propio el sufrimiento de los demás. Es una lectura casi necesaria, pero que hoy es compartida por muchos, también personas de diferentes convicciones, porque no responde a intereses opuestos, sino más bien a las exigencias específicas de una comunión de vida en la comunidad.
Tal vez aquí comienza el sentido de aquella afirmación que a menudo se repite hoy: después de este tiempo, el mundo no será el mismo. No lo será, si juntos seremos generadores de una nueva cultura que en el horizonte de la fraternidad nos espera para que la realicemos en la reciprocidad. A nosotros nos corresponde releerla en los derechos que no olvidan los deberes, en nombre de aquella deuda que siempre nos interpela en nuestra humanidad y que el otro con su sola existencia, nos recuerda.
Su ”gramática” está inscrita en cada ser humano por su dignidad indeleble, que identifica su esencia y su identidad, fuente y origen de múltiples relaciones.
Es fundacional de lo humano en su dimensión individual y universal, de individuos y pueblos.
Es propositiva en promocionar la humanidad del otro.
Es una presencia que, en el otro, especialmente el más débil y frágil, nos interroga continuamente.
Tal vez es esta la lección que el hoy nos da.
Pero una última palabra puede ser la que el Papa Francisco lanzó en la reunión de Jóvenes (TED) en Vancouver, el 26 de abril de 2017, “The future you” (El futuro eres tú): «El futuro de la humanidad no está solamente en manos de los políticos, de los grandes líderes, de las grandes empresas. Pero el futuro está, sobre todo, en manos de las personas que reconocen al otro como un «tú» y a ellos mismos como parte de un «nosotros». (…) Basta solo un hombre, para que haya esperanza, y ese hombre puedes ser tú. Después hay otro «tú» y otro «tú», y entonces nos convertimos en «nosotros». Y cuando existe el «nosotros», ¿comienza la esperanza? No. Esa empezaba con el «tú». Cuando existe el nosotros, comienza una revolución».
Adriana Cosseddu
[1] J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen. Studien zur politischen Theorie, Frankfurt am Main, 1996, trad. it. L’inclusione dell’altro. Estudios de teoria politica, por di L. CEPPA, Milán, 2008, p. 42 s.
[2] P. Calamandrei, Fede nel diritto, por S. Calamandrei, Roma-Bari, 2008, pp. 85 e 103 ss.
[3] L. Alici, Il terzo escluso, Milán, 2004, p. 138.
[4] Estas últimas son las expresiones dirigidas a Chiara Lubich por el Pastor Stroudinsky, durante la Rueda de prensa en el Auditorium Calvin, Ginebra, 25 octubre, 2002, ACL-DS-2002 1025-TT-A.
[5] M Finnis contribuye a esta lectura en su reconsideración del bien común, Postscript, en Id., Natural Rights, Oxford University Press, Oxford, 2ª ed., 2011, recientemente tomada por M. Zanichelli, Derechos Humanos y el Bien Común, Bien Común y Fundamentos y Prácticas, editado por F. Botturi y A. Campodonico, Milán, 2014, p. 147 ss.