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Virginio, Sisa y su «casa”
Una historia sencilla, la que cuenta la película “Utama -Las tierras olvidadas”, pero llena de significado: es la historia de Virginio y Sisa, dos campesinos quechuas del altiplano boliviano, a través de los cuales podemos reflexionar sobre temas delicados como el cambio climático, de la consiguiente la crisis socioambiental y el fenómeno migratorio.
Mirando la esencial y hermosa Utama – Las tierras olvidadas (la película boliviana que ganó el Gran Premio del Jurado en el festival de cine y representará su país en los próximos premios Oscar), me vienen en mente las palabras del Papa Francisco sobre la «ecología integral»: contenidas en la Laudato Sí, con las que afirma que «no hay dos crisis separadas, una ambiental y una social, sino una sola y compleja crisis socioambiental». Estas simples y fundamentales palabras vienen a la mente al ver la historia pequeña, lejana pero universal de dos ancianos campesinos del altiplano boliviano: Virginio y Sisa, que viven en la sencillez de un esfuerzo armonioso cultivando la huerta y criando llamas, trabajando duro y amándose mucho. Él siempre le lleva piedras, cuando regresa a casa: las más bellas que encuentra en los prados, como si fueran flores o joyas recogidas de la naturaleza. Son un signo silencioso de su amor.
Todavía hoy, mientras repiten los gestos de siempre -trabajar, comer, acostarse- se llaman cariñosamente: Tato y Tata, y la mujer, en cierto momento de la película, le recuerda al hombre que se «han dicho siempre todo», que siempre han sido «una sola cosa». Pero ahora, después de que el hijo se fue (desde hace tiempo) a la ciudad, aquella inmensa llanura, garantía de vida serena y de sobria plenitud durante años, se ha vuelto árida y vacía, y hacer comer a las llamas se ha vuelto difícil como conseguir agua: no llueve desde hace mucho, en esa tierra considerada sagrada por toda la comunidad quechua, de la que Virginio y Sisa hacen parte.
La bomba del pueblo ya no saca agua y para conseguirla, hay que llegar hasta el río, que mientras tanto se ha convertido en un pequeño canal en la tierra agrietada por el sol. «En tanto la lluvia está por llegar», se repite Virginio, para darse fuerza, aun si está enfermo. «No llegará» -oye responder- el tiempo ha cambiado». «Esta tierra está muerta». Pero Virginio persevera, hasta convencer a otras personas de la aldea para ir al monte a rezar. Los llama «hermanos y hermanas», mientras celebra con ellos un antiguo rito, ancestral, en el que una llama viene sacrificada. No sirve. Las cosas no cambian y la comunidad se divide entre la voluntad de resistir y la triste posibilidad de abandonar aquel amado espacio.
Sería una «derrota» insiste Virginio, con dificultosa respiración y su tos continua. Se lo dice a su sobrino Clever, que ha venido para convencerlo de que lo deje todo y se vaya a vivir (y a curarse) a la ciudad. He aquí, pues que coinciden la crisis ambiental y la social; aquí muere, junto con la naturaleza, una cultura acostumbrada a la profunda relación con sus lugares, y dentro de este sufrimiento colectivo jadean los individuos, todo el pueblo común del que Virginio y Sisa, aunque en su condición extrema, de alguna manera se convierten en paradigma, metáfora, testimoniando la interrupción del círculo virtuoso entre la generosidad del medio ambiente y el cuidado por él, de esa relación hecha de recibir y dar, de amar y ser amados. Sobre este tema trabaja lentamente, con pocas palabras -pero correctas- confiando gran parte en el poder comunicativo, en los rostros arrugados de los protagonistas y al grandioso paisaje que los rodea, Utama -Las tierras olvidadas-, la primera obra de Alejandro Loayza-Grisi, que ha participado con éxito en distintos festivales internacionales, entre los cuales el de cine español y latinoamericano.
La narración se mueve en el dramático vínculo entre crisis ambiental y crisis social, alimentadas por el calentamiento climático que a su vez nutren el fenómeno migratorio. Este tema entra en la película con las distintas discusiones que dividen los habitantes del poblado, con aquellas entre Virginio y su sobrino Clever, con una fugaz secuencia hacia el final, en el que los camiones llenos de personas dejan la llanura que sufre. Virginio no entra ahí, él se queda. No renuncia a su antigua comunión con las piedras, con sus tradiciones y su trabajo. Voluntariamente se pone fuera del tiempo, en una soledad dolorosa y orgullosa anunciada ya en las primeras secuencias de la película, cuando camina solo en la llanura en llamas. «¿Qué hacemos en la ciudad?», responde al sobrino «Curarse a ¿qué pacto? ¿Dejando mi tierra?».
En su casa austera pero llena de sentido (Utama en lengua quechua quiere decir exactamente “nuestra casa”), al final de su trabajo interior, Virginio se apaga. Sisa está cerca y tampoco decide irse. Queda esperando la lluvia, o tal vez, simplemente ser borrada por un tiempo en el que pasado y futuro dejen de comunicarse. Es ella, ahora huérfana de su Tato, quien lleva las llamas a pastar, hacia un horizonte de dolor y también de indómita esperanza-.
Es ella, después de Virginio, quien reflexiona sobre la trágica correspondencia entre una crisis del ambiente y la crisis del hombre.