Workshop
“Producía armas, hoy construyo la paz”
La historia de Vito Alfieri Fontana: de las minas antipersona, al compromiso de fraternidad.
«Sé con certeza que necesitamos la paz, porque he visto lo que es la guerra. He experimentado que a veces la empatía no es suficiente, hay que entrar, arriesgar en primera persona por la paz».
Vito Alfieri Fontana es un río en crecida; me comunico con él por teléfono en su casa en Bari, Italia, para entender mejor cómo puede tener el valor de hablar de fraternidad en este momento.
Hablo con él porque tiene una historia para contar. Hoy es un padre y esposo afectuoso, está jubilado, aunque no deja de recorrer Italia para hablar con los jóvenes, en las escuelas, en las asociaciones, para sensibilizar sobre temas de la paz. Precisamente él, que durante muchos años, fue un empresario en el mundo de las armas.
Recientemente se publicó un informe de la Red Europea Contra el Comercio de Armas (ENAAT) y del Transnational Institute, que describe lo que denomina la “tercera carrera armamentista”, a la que la Unión Europea está contribuyendo con un presupuesto que, el nuevo balance 2021-2022, aumentó 13 veces con respecto al anterior.
«Una opción que lamentablemente hace pensar que mientras más armas haya, más aumentan las probabilidades de conflictos», dice Fontana quien durante muchos años ha sido el dueño de una gran empresa familiar, la Tecnovar, que producía componentes militares y productos terminados: minas antipersona, minas antitanques, granadas de mano, equipos para helicópteros. En total produjo alrededor de 4 millones de minas, de las cuales 1,5 millones de minas antipersona, que vendió no solo al ejército italiano, sino también a países como Egipto, todo autorizado a nivel de la OTAN y del gobierno italiano.
«Las minas están entre las armas más cobardes, no deciden a quien golpear, solo una simple presión del pie es suficiente para saltar por los aires. Son verdaderos instrumentos de terror que ofenden todo un territorio». Fontana los producía tratando de insinuarse en las crisis mundiales, sin tener demasiados escrúpulos porque simplemente ese era su trabajo.
«De vez en cuando llegaban a mi escritorio cajas con un solo zapato, para indicar que el otro había saltado por el aire, era una forma para hacerme entender el mal que estaba cometiendo, pero después de las primeras veces, todo volvía a ser normal, como si fueran tarjetas de insultos gratuitos contra mí».
Después, fue la inocencia de un niño quien dio inicio al cambio. De hecho, un día su hijo, desde el asiento trasero del automóvil, encuentra folletos informativos de la empresa: “¿Papá tú haces estas cosas? ¡Entonces eres un asesino!”, le dice el pequeño, de solo 7 años, pero con las ideas muy claras.
«Fue un golpe muy fuerte, no sé lo que sucedió, pero cuando escuché decir de un hijo que yo era un asesino, comenzó a entrar en mí una inquietud que con el tiempo descubrí como una oportunidad, porque me hizo consciente de mis responsabilidades».
Comienza un camino para Fontana, animado por la campaña de la prohibición de las minas antipersonas que se realiza precisamente durante ese periodo, a principios de los años 90, junto al encuentro con Pax Christi, y la experiencia del entonces obispo de Molfetta, Mons. Tonino Bello, que Fontana nunca conoció directamente, pero cuyo carisma tuvo un papel particular en su conversión humana y espiritual. «Poco a poco me di cuenta de cuán sutil era el límite entre productor y traficante de armas, encontré personas que me tendieron la mano para cambiar mi vida y decidí aferrarme a esta mano».
La conciencia de saber cómo estaban las cosas y de no haber hecho nada, hasta ese momento, para prevenir el mal, lleva a Fontana a cerrar la empresa en unos años, con un cambio neto también en el tenor económico de su familia, preocupándose sin embargo de que los casi 90 empleados que quedaban pudieran gozar de beneficios sociales incluidos en la ley. Pero para él no era suficiente no producir más el mal. Quiso hacer algo más, quiso dar un signo visible de su compromiso por la paz, y por 17 años consecutivos, en nombre de “Intersos” (organización de ayuda humanitaria sin fines de lucro que trabaja para ayudar a las víctimas de desastres naturales y conflictos armados) y de Naciones Unidas, se convierte en uno de los más expertos desactivadores de minas en el área de los Balcanes. Es él quien, en Bosnia, junto con otros se arriesga en primera persona, y coordina las operaciones para quitar minas, abonar el suelo y devolver un terreno antes inservible a un pueblo, para que pueda reconstruir su vida y su historia.
«Una experiencia que me ha marcado muchísimo y que me ha hecho entender muchas cosas: la guerra duró tres años, para limpiar todo se necesitaron otros 20, y las consecuencias de la guerra sobre los pueblos de los Balcanes se viven todavía hoy. El tiempo que se emplea en destruir es nada, mientras que el que se necesita para construir es inmenso y lo que veo estos días me hace estar muy mal, porque sé lo que quiere decir para la población ucraniana, y me hace gritar cómo es necesaria la paz».
Fontana fue también colega, en la remoción de minas, de un hombre que perdió una pierna saltando precisamente sobre una mina. Una experiencia que le hizo comprender, una vez más que de nada sirve llorar sobre la leche derramada, la historia iba por un cierto camino, pero hay que buscar la forma para ir adelante, para encontrar una pequeña luz en medio de tanta oscuridad. «Mi historia es esta, no puedo pretender que sea otra, he sufrido y sufro por todo lo que he hecho, pero el desafío es darle sentido a todo lo vivido, aprendiendo a vincularme con el otro, aunque probablemente he hecho un daño increíble a ese otro. De ahí puede nacer un nuevo bien que, en mi caso se ha convertido en el bien de todo un pueblo con el que se ha establecido una cierta fraternidad, y esto me hace creer que todavía hay una posibilidad para el género humano».
Si le pregunto qué siente cuando ve las noticias hoy, responde hablando de los cristales de las casas: una explosión destruye lo que tiene cerca pero también destruye los cristales de las casas que no se derrumban. «Pienso no solo en los muertos y en los desplazados, con las tragedias y la crueldad vinculadas a estas historias, sino también a aquellas personas que están obligadas a permanecer en sus casas semidestruidas, a lo mejor al frío y al hielo en esta época en Ucrania, que rechinan los dientes porque no se pueden calentar, y pienso en cuántos vidrios sería bueno llevar para volver a organizar sus casas, para darles un poco de calor».
¿La fraternidad pasa también por un vidrio roto? -le pregunto para concluir- «Sí, si se tiene el valor de volverse a mirar a los ojos: esto es lo que tendrán que aprender a hacer los enemigos una vez que termine este terrible conflicto. Y lo podrán hacer no solo si existirán ocasiones de trabajo, de reconstrucción sino también si todos nosotros tenemos el valor de todos de ensuciarnos las manos y renunciar a algo propio, para satisfacer las necesidades del otro. Yo he hecho precisamente esto, cerrando la empresa y comenzando a trabajar por la paz, pero es una experiencia podemos hacer todos porque todos cada día tenemos que elegir entre el bien y el mal».