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«Vivir en la frontera es mirar más allá de uno mismo»
Ron Sibugan vive en la frontera entre El Paso (Texas) y Ciudad Juárez (México). Estar en la frontera entre migrantes de Centroamérica, África, Rusia y Turquía ha cambiado su perspectiva de la migración y de sí mismo.
La frontera está a treinta minutos de camino, solo a cinco kilómetros. El la mira desde la ventana del primer piso. Ya conoce bien el rumbo incesante de los camiones que esperan atravesarla. Ron Sibugan, misionero asuncionista, vive en la frontera, donde El Paso en Texas y Ciudad Juárez en México se miran de cerca: dos ciudades gemelas separadas por un río, una carretera y un muro metálico. Seis puentes la conectan, pero no son suficientes para cerrar la brecha económica y social que ha colocado a ambas ciudades la frente de la tragedia de la inmigración, la tragedia de miles de personas que huyen con pocos sueños en sus mochilas. Conocí a Ron mientras cocinaba para su comunidad, y la entrevista comenzó delante de los fogones, con el delicioso olor del adobo del pollo, una receta filipina.
¿Por qué decidió transferirse a la frontera?
Hasta hace tres años vivía en Boston, en el Centro asuncionista, en el que tenía todas las comodidades: calefacción, aire acondicionado… sin embargo, en mi alma sentía una profunda inquietud. Cuestionados por las noticias de los inmigrantes, mi congregación inició un proceso de discernimiento sobre nuestra misión, y nos transferimos aquí, a la parroquia de San Francisco Javier en El Paso. Esta ciudad fronteriza me parecía el lugar apropiado para ir a fondo también sobre mi identidad. Esperaba una señal de arriba y me llegó precisamente aquí y muy pronto…
¿A qué signo se refiere?
Estaba almorzando con otros dos miembros de la comunidad. A un cierto momento, el techo comenzó a gotear sobre nuestras cabezas. “El inodoro nuevamente está obstruido”, dije. Cogí el teléfono para llamar al plomero y precisamente en ese momento un gran chorro de agua cayó del piso de arriba… junto con el techo. ¡Ahí está mi signo! En ese divertido momento me di cuenta de que esta vieja casa parroquial en ruinas sería mi nueva casa. Una casa que desde 2020 a acogido a más de 6.000 refugiados, provenientes en su gran mayoría de América central, Rusia, Turquía y África.
¿Qué significa vivir en una zona fronteriza?
Significa luchar diariamente contra el sentimiento de separación. Ese muro de metal tan cercano tiene la tarea de separa de mi a los extranjeros, y en cambio me hace ver las cosas desde otro punto de vista, porque me hace ver el rostro de Dios en sus rostros. Ellos son mi oración cotidiana. Estos seres humanos son tildados de terroristas, explotadores y traficantes de drogas antes de que puedan siquiera contar su historia. Y su humanidad, ¿quién la ve? Mirándolos nos damos cuenta de que ninguna frontera, ninguna barrera nos separa. Cualquiera que sea su país de origen, ya sea aliado o enemigo, solo deseo restituirles su dignidad después de todo este sufrimiento, después de los maltratos y el encarcelamiento que han sufrido.
¿Ha dudado alguna vez de su elección de vivir en la frontera?
Sí. Al principio pasamos momentos difíciles. Era invierno y no había calefacción. Teníamos mucho frío. Las tuberías tenían goteras y las paredes estaban llenas de moho. Me preguntaba si estábamos en el lugar correcto. Durante ese tiempo de sufrimiento, el Padre Peter, otro miembro de la comunidad, me ayudó y animó mucho. Al experimentar la presencia y el consuelo de un hermano, me sentí dispuesto a llevar consuelo y testimoniar que Dios está presente. El no nos abandona nunca, por grandes que sean las dificultades.
¿Recuerda algún momento que cambió su punto de vista?
La frontera nos enseña a mirar más allá de nosotros mismos, más allá de todas las barreras sociales y personales, y a convivir con incerteza. Me consideraba un benefactor de estos migrantes, en cambio fui yo quien recibió tantos regalos, uno de los invitados, por ejemplo, pintó una de nuestras paredes, otra persona nos dio un sobre con doscientos dólares para los recién llegados, otra persona, un día, limpió el piso. Como religioso, creía saber lo que era la fe, pero los migrantes me permitieron tocarla con la mano. Lo han perdido todo. Han sufrido torturas, pero repiten: “Sin fe nunca lo habría logrado”.